La política de seguridad democrática ha recibido un golpe que puede ser mortal: la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, tras su visita de ocho días a Colombia, emitió un informe en el que, según medios internacionales, "denuncia que existen indicios que demuestran la 'práctica sistemática' de ejecuciones extrajudiciales en este país latinoamericano por parte de las fuerzas de seguridad".
El reporte no podría ser peor. Primero por lo que sugiere: la que se invocaba como la más ejemplar de las políticas de seguridad del continente queda ahora señalada: algunos de sus resultados podrían estar apoyados en la comisión sistemática de delitos de lesa humanidad. Y, segundo, por quien lo sugiere: una ex jueza de la Corte Penal Internacional y del Tribunal para Ruanda y que lleva pocas semanas posesionada como Alta Comisionada.
El Gobierno no puede decir que no estaba enterado de la situación. Desde el 2004, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha venido insistiéndole al Gobierno sobre el problema. Y no solo Naciones Unidas. El 21 de noviembre del 2007, el Procurador General de la Nación le envió al Ministro de la Defensa una comunicación en la que le informa de los procesos disciplinarios que se estaban adelantando por la presunta comisión de "graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario: homicidio en persona protegida" (que es como en realidad se deben llamar las ejecuciones extrajudiciales).
En la relación, el Procurador presenta 887 casos ocurridos entre el 2002 y el 2007. La evolución de las cifras revela bien la complejidad del fenómeno. En el 2002 se reportaron 10 casos, en el 2003 la cifra subió a 38; en el 2004 el fenómeno se multiplicó por 3 al reportarse 113 casos, en el 2005 se asciende a 200; en el 2006 las ejecuciones alcanzan el tope de 274, y en el 2007 se llevaban reportados 252 casos. Y eso sin considerar las investigaciones que, por la misma razón, se pudieran estar llevando a cabo en la Fiscalía o que estuvieran a cargo de la Justicia Penal Militar. Todavía está por establecer la magnitud del fenómeno.
El Gobierno no ha respondido a ninguno de los informes. Y frente a los requerimientos que cada vez se hacían sobre el tema, solo atinaba a responder que se trataba de montajes con los que "se hace un gran daño al país (...) y a la credibilidad de la fuerza pública". Lo grave es que ese ha sido el comportamiento recurrente de las autoridades desde cuando se exigió claridad sobre las miles de detenciones arbitrarias con las que se hicieron los primeros cuestionamientos a la política de seguridad democrática.
Una de las razones que se han esgrimido para explicar las ejecuciones ha sido la distorsión de la política de recompensas, en la que podemos convenir que se le había salido de las manos al Gobierno, hasta un punto tal, que el propio Ministerio de Defensa tuvo que expedir una directiva que regulara las condiciones para su entrega. "Se trataba de organizar una actividad que estaba muy informalizada", dijo el ex ministro Camilo Ospina para justificar la directiva.
Pero, más allá de las recompensas, lo que aquí hay es una ruptura del Estado de Derecho y un quiebre de la doctrina militar. La rentabilidad electoral de la seguridad democrática hizo que se confundieran los objetivos militares con los políticos, de manera que políticos y militares quedaron amarrados frente a cualquier cuestionamiento.
Si el Gobierno hubiera entendido que se trataba de llamados de atención con los que se buscaba atajar un problema que podría llegar a ser inmanejable, se habría evitado no solo la vergüenza de tener que aceptar que una parte del éxito de su principal política estaba construida sobre delitos, sino -por sobre todo- la pérdida de vidas de todavía no se sabe cuántos colombianos.
Qué paradoja. Los más importantes éxitos de la seguridad democrática han provenido de la combinación de la política de recompensas con la presión militar. También de esa combinación ha emergido el que sin duda será el más vergonzoso de todos los fracasos.
El reporte no podría ser peor. Primero por lo que sugiere: la que se invocaba como la más ejemplar de las políticas de seguridad del continente queda ahora señalada: algunos de sus resultados podrían estar apoyados en la comisión sistemática de delitos de lesa humanidad. Y, segundo, por quien lo sugiere: una ex jueza de la Corte Penal Internacional y del Tribunal para Ruanda y que lleva pocas semanas posesionada como Alta Comisionada.
El Gobierno no puede decir que no estaba enterado de la situación. Desde el 2004, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha venido insistiéndole al Gobierno sobre el problema. Y no solo Naciones Unidas. El 21 de noviembre del 2007, el Procurador General de la Nación le envió al Ministro de la Defensa una comunicación en la que le informa de los procesos disciplinarios que se estaban adelantando por la presunta comisión de "graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario: homicidio en persona protegida" (que es como en realidad se deben llamar las ejecuciones extrajudiciales).
En la relación, el Procurador presenta 887 casos ocurridos entre el 2002 y el 2007. La evolución de las cifras revela bien la complejidad del fenómeno. En el 2002 se reportaron 10 casos, en el 2003 la cifra subió a 38; en el 2004 el fenómeno se multiplicó por 3 al reportarse 113 casos, en el 2005 se asciende a 200; en el 2006 las ejecuciones alcanzan el tope de 274, y en el 2007 se llevaban reportados 252 casos. Y eso sin considerar las investigaciones que, por la misma razón, se pudieran estar llevando a cabo en la Fiscalía o que estuvieran a cargo de la Justicia Penal Militar. Todavía está por establecer la magnitud del fenómeno.
El Gobierno no ha respondido a ninguno de los informes. Y frente a los requerimientos que cada vez se hacían sobre el tema, solo atinaba a responder que se trataba de montajes con los que "se hace un gran daño al país (...) y a la credibilidad de la fuerza pública". Lo grave es que ese ha sido el comportamiento recurrente de las autoridades desde cuando se exigió claridad sobre las miles de detenciones arbitrarias con las que se hicieron los primeros cuestionamientos a la política de seguridad democrática.
Una de las razones que se han esgrimido para explicar las ejecuciones ha sido la distorsión de la política de recompensas, en la que podemos convenir que se le había salido de las manos al Gobierno, hasta un punto tal, que el propio Ministerio de Defensa tuvo que expedir una directiva que regulara las condiciones para su entrega. "Se trataba de organizar una actividad que estaba muy informalizada", dijo el ex ministro Camilo Ospina para justificar la directiva.
Pero, más allá de las recompensas, lo que aquí hay es una ruptura del Estado de Derecho y un quiebre de la doctrina militar. La rentabilidad electoral de la seguridad democrática hizo que se confundieran los objetivos militares con los políticos, de manera que políticos y militares quedaron amarrados frente a cualquier cuestionamiento.
Si el Gobierno hubiera entendido que se trataba de llamados de atención con los que se buscaba atajar un problema que podría llegar a ser inmanejable, se habría evitado no solo la vergüenza de tener que aceptar que una parte del éxito de su principal política estaba construida sobre delitos, sino -por sobre todo- la pérdida de vidas de todavía no se sabe cuántos colombianos.
Qué paradoja. Los más importantes éxitos de la seguridad democrática han provenido de la combinación de la política de recompensas con la presión militar. También de esa combinación ha emergido el que sin duda será el más vergonzoso de todos los fracasos.
Pedro Medellín Torres
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